domingo, 10 de diciembre de 2006

AVIONES Y FLEMA BRITÁNICA

Apenas hace un año, en el aeropuerto de Viena, mi compañera “increpaba” a la policía con su refresco: ¿Cómo es posible que dentro de este refresco (algo rosa y peguntoso) no pueda esconder explosivos? La respuesta del policía, completamente convencido de lo que decía, fue que para construir un explosivo son necesarias cinco cosas. A continuación nos recito una lista aprendida de memoria.

Hace unos días en el Aeropuerto de Edimburgo, la situación era completamente distinta. No dejaban pasar ni una botella de agua mineral. Policías con dedos en el gatillo del fusil vigilaban por todas partes. Hoy, en el Reino Unido, no queda nada de su famosa flema: basta bajar la mirada ante un controlador de aduanas (por cierto: ¿Qué era eso de la libertad de circulación en la Unión Europea’) y llevar barba de tres días para que te entretengan un buen rato. Incluso hacer un picnic a menos de un kilómetro del Parlamento, te puede conducir, por cierto tiempo, a la cárcel, y es que, en el país que tanto lucho por las libertades civiles, las manifestaciones en este área han quedado prohibidas. Así que nada de flema británica, como se empeñaba en acentuar The Guardian en la conmeración del 7 de julio (Jonathan Freedland, The Guardian, viernes 7 de Julio, Suplemento: And life went on). “Lodon underground carried on” no aparecerá escrito en las paredes del metro, como sucedió tras la II Guerra Mundial. Nada está igual; éste me parece un pueblo aterrorizado e histérico.

Pero sigamos con los aviones. El aeropuerto de Edimburgo, pocos días después de la alarma por los explosivos líquidos, como decía, parecía una auténtica fortaleza. Pero era una mera apariencia. Realmente en los aeropuertos en sí no hay control ninguno. De hecho, en mi mochila llevaba una navaja suiza, y nadie me preguntó por ella, ni siquiera los policías con sus dedos en los gatillos. Sólo es una apariencia de vigilancia; un intento de establecer la seguridad, un conjunto de espejos convexos, descascarillados, vestidos de trajes oscuros que no son controlados por nadie o por alguien al otro lado del “pinganillo” −lo que, al fin y al cabo, es lo mismo−. El control, la vigilancia empieza en el avión; dentro de la máquina. Fuera, en las salas de embarque, si alguien se empeña en trasportar amonal en vez de navajas suizas, da lo mismo. Es ridículo, completamente estúpido, pues en esas salas hay cientos de veces las personas que se embarcan en un avión. Puestos a pensar como un terrorista (si es que esto es posible) el asunto es mucho más fácil: sin controles y con más víctimas potenciales.
Pero el control se ejerce sobre el avión. Un espacio cerrado con una breve historia y, sobre todo, con una historia reciente muy concreta (por ejemplo Pearl Harbor, como explica Tom Engelahardt en un excelente artículo en Lettre Internatioanal, Herbst 2006, p. 7 yss). Lo que se estrelló contra los torres gemelas no eran “salas de embarque” repletas de gente, ni campos de refugiados, ni de fútbol sino aviones raptados a punta de “cutter”; esa cuchillita tan bien afilada que utilizábamos cuando niños para cortar la cartulina. Un contraste un tanto extraño: una máquina con tanta tecnología gobernada por el arte de un objeto tan sencillo. Y lo que es el colmo del surrealismo: un cutter que pone en tela de juicio todo un imperio (económico, ideológico, etc). Ni Don Quijote se hubiera amilanado ante arma tan mortífera; pero el hombre de hoy, sí; permaneció en su asiento por miedo a los cortes. Y claro, estas cosas no se pueden repetir: hay que controlar los aviones; ellos ya han puesto en tela de juicio todo el sistema de seguridad. Eso no se puede olvidar.

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